domingo, 28 de marzo de 2010

Roces (II)

No había manera. No conseguía serenarse. Este último encontronazo con la Condesa de Rémol la había afectado demasiado. Pescar en el lago Aguasclaras no surtió el efecto deseado y no cesaba de sonar en su cabeza ese espeluznante y agónico sonido de ultratumba,(cacofónico gorjeo sibilante a duras penas inteligible, doloroso para cualquier oído sensible) lanzando su inquietante mensaje. Y es que permanecer indiferente ante Lady Sûzu… estaba, por el momento, fuera de su alcance. En la delicada situación en que se hallaba Margueritte, además, quizá no sería sensato desoír sus advertencias. “¡Basta!” – Necesitaba pensar con claridad. Necesitaba… Respirar. - “Ya está. Ha sucedido. Punto. Cierra la puerta. A otra cosa. Que no te paralice. ¡Reacciona, vamos!” – Luchaba por recuperar el precario control sobre sus pensamientos. Decidió darse un paseo e, inevitablemente, sus pasos la llevaron hasta Entrañas.
Entrañas para ella significa mucho: Fue su hogar, el lugar en el que nació y se crió, cuando era la hermosa y brillante Ciudad de Lordaeron, la Capital del Reino. Ahora es una inmensa tumba, un lugar lóbrego, insalubre, habitado por muertos en vida liderados por La Dama Oscura, quien había exterminado a los habitantes humanos y la había reclamado para sí. Entrañas, la ciudad en la que los Boticarios habrán realizado a saber cuáles y cuántos crueles experimentos que han sobrepasado ampliamente la frontera de lo escabroso, lo aberrante y lo obsceno. Entrañas, La Sede Renegada, esa inmensa cloaca por la que corre triunfante el añublo, donde la luz del sol no llega y la moral tiene un sentido equívoco. ¿Por qué regresar a ella, una y otra vez, entonces? La respuesta se halla en las ruinas que perduran todavía en la  superficie: Más concretamente, en el otrora esplendoroso Salón del Trono y, bajo tierra, camino ya de la urbe subterránea, en la Tumba del Rey Terenas.
El haz de luz proveniente de la abertura en lo alto de la cúpula cae, bañando la estancia con un halo brillante de pureza irreal. Las motas de polvo que flotan en su interior no hacen sino realzar esa atmósfera de ensoñación legendaria, de paz fantasmagórica. Como si la estancia existiera en su propia realidad, ajena al tiempo. Pese a que los pendones y cortinajes azules cuelgan harapientos y raídos, el  Salón entero irradia majestad. Y el Trono parece esperar, paciente e intacto, a que su legítimo Soberano lo reclame, tomando asiento.
Margueritte se inclinó respetuosamente ante el Trono y luego atravesó una puerta lateral del Salón, dejándolo atrás. No era allá adonde se dirigía. Bien sabía que solía usarse de sala de reuniones  y su ánimo no la hacía sentirse muy sociable aquella tarde. Tomó uno de los dos pasillos descendentes que confluían en el pequeño mausoleo dedicado al fallecido monarca.
Tétrico, sí: Cuatro enormes cirios cuyos  soportes tenían como único adorno una calavera, flanqueando un sepulcro de piedra desnuda. Solamente un placa con una dedicatoria (cortesía de la Dama Oscura) recordaba que allá reposaban los restos del último rey de Lordaeron.  En las paredes, más telas azules, ajadas y candelabros siempre prendidos que, al igual que los velones, no parecían gastarse nunca.
A pesar de todo eso, los viajeros suelen atravesar atropelladamente y a la carrera esta pequeña cámara: Para ellos no es sino un estorbo camino a los elevadores (esas maravillas de la ingeniería que los depositarán sanos y salvos en las profundidades de la tierra) o en su ruta de escape hacia el patio, rumbo a quién sabe qué aventuras.
Contra la pared, para no ser arrollada, Margot  se sumergió una vez más en sus pensamientos. Reguló su respiración primero; Acto seguido comenzó a repasar mentalmente su repertorio de himnos. La música, de nuevo, acudía en su auxilio.
Absorta como estaba, no detectó la presencia de la Embajadora Kalishta. Fue la elfa quien, gentilmente, la saludó, sacándola de su estado meditativo.
- Saludos, joven Margueritte. Es un placer veros por aquí de nuevo.
Sonriente, impecable y perturbadoramente hermosa. Facciones regulares, labios coralinos, formas voluptuosas…  El cabello de color platino caía airosamente sobre sus hombros y su escote, más que generoso, dejaba muy claro que no tenía nada que ocultar… Al menos en ese ámbito: Todo en ella parecía diseñado para ser contemplado y deseado. De nuevo Margueritte se preguntó qué tendría aquella sin’dorei que la hacía ser casi irresistible y tan  inquietante al mismo tiempo (¿el antinatural color bermellón refulgente de sus ojos?). Atribuyó esas emociones encontradas a su condición de hechicera.
- ¡Oh! Disculpe, Embajadora. Estaba distraída. Buenas tardes. – Carraspeó y sonrió, nerviosa.
La elfa la observó, apenas un segundo. No necesitó más para darse cuenta de que algo desasosegaba a la sacerdotisa: Margueritte era un libro abierto para Lady Kalishta.
- ¿Estáis bien? ¿Os preocupa algo? – Preguntó, solícita, la elfa.
Sacudiendo la cabeza de lado a lado, lentamente, la inocente no-muerta respondió:
- Sí… Estoy bien… Solamente…
Y entonces, sin ser apenas consciente de lo que estaba haciendo, se escuchó a sí misma relatándole sus dudas sobre el libre albedrío, sobre las órdenes que recibía como súbdita de la Dama Oscura; contándole sus roces con la Condesa…  “¡¿Me he vuelto loca!? ¡Esta señora es una fiel servidora de la Reina Sylvannas!”
- A veces me pregunto si habría diferencia entre servir al Exánime o servir a la Reina… – El tono era tan amargo como las palabras. – Pero pronto entiendo que sí, aunque a menudo no me lo parezca.
Kalishta la miró con sus almendrados rubíes, comprensiva.
- Es natural que tengáis dudas. Vuestros esfuerzos por cumplir son notorios, pese a todo, y serán tenidos en cuenta.
La Embajadora, siempre conciliadora, se acercó a la compungida renegada (o, más bien, re-renegada) que tenía de espaldas   y, suavemente, posó su enguantada mano sobre el hombro derecho de ésta.
La pobre Margot casi saltó. Hubo de dominarse para que su reacción se quedara en un respingo: Fue notar el roce de esa mano en su hombro y sentir cómo se le tensaba la piel y se le abrían las heridas… Escocía, ardía… Casi como durante las pesadillas. Estaba sangrando, lo sabía. Era cuestión de instantes el que la sangre fuera visible. Se apartó rápidamente, porque no podía soportar el contacto por más tiempo.
- Estos canes de peste… – Murmuró con la esperanza de que sonara convincente.
- ¡Ah! – La Embajadora tenía la sorpresa pintada en el rostro. – Pero no es grave, ¿verdad?
- Solamente unos rasguños… No os preocupéis…  Acabo de recordar que me esperan los preceptores y no quisiera enojarlos… Con vuestro permiso, Milady…
  Y Margueritte,  tras  la reverencia de rigor,  se batió en retirada  prácticamente a la carrera, dejando atrás a una Embajadora desconcertada  por  primera  vez en  mucho  tiempo.

lunes, 1 de marzo de 2010

Roces (I)

Previsión del tiempo para esta tarde-noche en el Mesón La Horca: Inestable, más nubes que claros, con tendencia a empeorar. Margueritte corrigió rápidamente su apreciación en cuanto, además de los típicos maleducados que correteaban casi arrollándolo todo a su paso y de los elfos de sangre de melancólico carácter y más que dudoso gusto (porque para apreciar  la malsana atmósfera de los Claros de Tirisfal hace falta ser morboso rato largo), aparecieron varios individuos más, con aire pendenciero. Oh, oh… Se acerca una borrasca…

Estaba cantado: Ese troll llevaba la palabra “problemas” escrita en la frente y, lo que es peor, la señora Condesa estaba presente en el lugar. Nadie ignoraba lo mucho que la irritaba la concurrencia de “vivos” en Rémol, sentimiento compartido por casi toda la población renegada. Que, encima, no la dejasen tomarse su té en paz era… Imperdonable. Y justamente eso, fastidiar mucho, estaba haciendo el impertinente troll: Primero se discutió con un parroquiano sobre el precio de las mercancías, luego se metió con Renée porque no le sirvió alcohol, y, por si fuera poco, hubo de mentar la honorabilidad de los lordaereneses (en términos extremadamente groseros, además).  Demasiado grave como para ignorarlo. Por fin la Condesa intervino. Saltaron chispas. Tantas, que Lady Sûzu, fuera de sí, desenvainó su espada corriendo tras el levantisco troll, quien se batió en retirada, no sin antes haber insultado de nuevo a todo renegado presente o ausente.

Margue había presenciado la desagradable escena desde un rincón, discretamente. No había intervenido, aunque cuando la Condesa se aprestó a luchar contra el ofensor, rezó por ella y la bendijo. Había sido un gesto inconsciente, un reflejo fruto de años en campaña. Entonces… ¿Por qué se encontraba ahora frente a Lady Sûzu enzarzada en una conversación que, sin duda, acabaría en disputa? Si estaban de acuerdo, al menos, en este momento, en detalles básicos… ¿Por qué la había molestado su bendición? ¿Por qué ese empeño de la Condesa en alejarla de la Luz? ¿A qué venía ese “llevarla por el camino correcto”?…

De nuevo, chocaron. La noble dirigente llamó al orden a la díscola sacerdotisa de la Luz. Ésta terminó su alegato arrodillada, pero  desafiante:

– Haced lo que debáis.

- No… seré…yo…quién… os… juzgue. Lady Sûzu de Rémol y Barov envainó su espada y caminó lentamente hacia la puerta del Mesón, ahora prácticamente vacío, dejando atrás a Margueritte Edhelstein, La… Reina… Oscura… verá…  si… servís… a… la… causa. Si… no… pereceréis. – sentenció mientras salía del edificio.

Margot se levantó poco a poco. Le temblaban las piernas, las manos y tenía la boca seca. Un sudor frío le recorría el cuerpo entero: Ni en pleno combate había sentido tanto miedo.