viernes, 22 de abril de 2011

Evidencias Físicas.

Chisporroteaba acogedor el fuego en la gran chimenea del Mesón La Horca, aquella noche. El salón estaba concurrido y había un cierto trajín de personas que subían y bajaban las escaleras hacia la planta superior.
No quedaba una sola habitación libre. Tampoco estaba el  ayudante, y la tabernera renegada hacía gala de su proverbial malhumor al tiempo que, más que atender, despachaba con malos modos a los clientes que tuvieran la osadía de respirar, cosa que resulta una saludable e imprescindible costumbre para todos… salvo para los no-muertos.
- ¡Vivos! – Mascullaba disgustada Rennée, refunfuñando quién sabe qué horrendas maldiciones para sus adentros.
Con lo feliz que sería ella morando apaciblemente en el Mesón, sin soportar algarabía ni griterío; sin servir a molestas y sucias criaturas que se quejaban por la peculiar composición y estilo de los platos que cocinaba. ¡Desconsiderados! ¡Como si fuera fácil condimentar cuando se ha perdido el sentido del gusto! Mientras le entregaba unas llaves, fulminó con la mirada oscura de sus cuencas vacías al enésimo elfo libertino que le pagaba por pasar un rato a puerta cerrada con casquivana compañía de risita tonta. Estaba hartísima de repasar los cuartos. Tenía que  airearlos, cambiar las sábanas y fregar el suelo con lejía si quería eliminar el insoportable tufo a animal en celo que los impregnaba irremediablemente tras cada visita.
En un rincón, al lado del gran ventanal siempre cerrado, un hombre y una mujer charlaban reposadamente. Parroquianos del lugar, no llamaban la atención ni hacían mucho ruido. Tampoco daban el perfil del “renegado medio”: Nada de  harapos ni vendajes mugrientos; Nada de huesos al aire, ni carcajadas siniestras incontrolables, ni miradas furibundas o asesinas a los foráneos… Y, pese a que uno estuviera bebiendo tranquilamente un licor y la otra paladeara una sopa calentita, era obvio que ambos estaban bien muertos.
A él le traicionaban la flaccidez y el macilento color de su piel, además de un extraño rictus en el rostro demacrado. Siseaba al hablar, cosa que le otorgaba un matiz cómico, dentro de lo macabro del conjunto. En cuanto a la fémina, si no fuera por el antinatural fulgor ambarino de sus ojos y el aura necromántica que desprendía, cualquiera diría que estaba viva y se había llevado un gran susto, dada la palidez mortal de su rostro, o que pasaba frío, viendo cuán amoratados estaban sus labios.
- Estoy preparada. – Dijo la mujer depositando con cuidado la cuchara dentro del plato vacío. Miró a su compañero, esperando.
Valdor frunció el ceño un momento, sin comprender a qué venía esa frase.
- Me dijiste que me ayudarías a averiguar más sobre mi fallecimiento, que me… examinarías  cuando estuviera preparada. – Aclaró Margueritte a media voz. – Si es posible, quisiera que lo hicieras ahora mismo.
El investigador asintió. Sin pronunciar ni una palabra, apuró el contenido de su copa y se levantó. Intuitivo como era, imaginaba lo que le habría costado a la sacerdotisa tomar esa decisión. No iba a ser una tarea agradable ni sencilla para él y seguramente sería muy embarazoso para ella.
Contuvo su hilaridad ante la airada reacción de la posadera al pedirle hospedaje. Estaba claro que se había formado una idea equivocada de para qué necesitaban intimidad y le entregó las llaves con un bufido despectivo.
Comprobó primero que llevaba consigo todo lo necesario para desempeñar su arte. Enseguida, sin darle tiempo a Margueritte para arrepentirse, le indicó que subieran al primer piso.  Abrió la puerta de la habitación, invitó a pasar a la ya nerviosa joven y echó el cerrojo.
No hizo falta que se lo pidiera. Sonrojada (¿puede ruborizarse un cadáver) y respirando algo más agitadamente que de costumbre (¿pero no quedamos en que los muertos no respiran?), Margot se acercó a la cama y, de espaldas a él, se desvistió. Puso la ropa, doblada y ordenada, a los pies del lecho.
Lo que vio le hubiera llenado de espanto, si no estuviera más que acostumbrado a todo tipo de visiones horribles: Esa espalda había sido lacerada a conciencia; Un látigo dirigido por manos tan crueles como  expertas se había cebado en ella, buscando causar el máximo dolor posible sin afectar órganos vitales. El castigo llegaba hasta  nalgas, muslos, le atravesaba el torso…  A sus ojos cansados y expertos no le pasaron desapercibidos los moratones, mordiscos y arañazos delatores de palizas y otros maltratos anteriores. Resultaba obvio el tormento por el que había pasado esa mujer que se había girado hacia él temblando y mordiéndose el labio, luchando por contener el instinto de cubrir su desnudez con las manos. Tensa, vulnerable, miraba fijamente hacia un rincón con los puños apretados mientras regulaba su respiración, intentando mantenerse digna pese a todo.
Buscó infructuosamente la herida final, la causa de la muerte. Las lesiones que tenía ante sí no bastaban para acabar con la vida, aunque sin duda la habrían dejado sumamente débil. Además, necesitaba recabar otro tipo de información.
- ¿Recuerdasss algo del sssitio en que essstabasss?
- Frío. Tenía mucho frío. Creía que moriría congelada.
- ¿ Olía a humedad, a cerrado? ¿Sssentisssste corrientesss de aire? ¿Vissste algo?
No - Margot negó también con la cabeza. -  Llevaba los ojos vendados.
- Lo que te tapaba los ojossss… ¿era tela fina… un trapo ssssucio?…
- No era muy grueso… Llegó a estar pegada a mí y… No sé…  - La impotencia amenazaba con quebrar la frágil entereza de la mujer – Yo… solamente recuerdo las palizas y … – Hizo una pausa, tragó saliva – Luego… me colgaron con los brazos y piernas en aspa… Las ataduras mordían…
Margueritte calló, incapaz de seguir relatando lo sucedido.
Con tacto exquisito, el veterano investigador rehusó hacer nuevas preguntas  y examinar de cerca las lesiones más íntimas. Prefería dejarle esa tarea a  Crowen, en el caso de que fuera imprescindible. Ya tenía evidencias sobradas para hacerse una idea de qué tipo de bestias habían matado a Margueritte.
Le resultó curioso el detalle de que las marcas en muñecas y tobillos fueran finas, de cordón más que de cuerda, cuando la víctima, según lo referido, había estado mucho tiempo suspendida. Minucioso, fijó su atención no en sus muñecas, cuyas marcas de rozamiento eran profundas debido al peso que habrían soportado, sino en los tobillos, que, pese a estar marcados, no habían sufrido el mismo deterioro. Descubrió con asombro señales de eslabones. ¡¿Así que la habían encadenado?! Y no con unos grilletes al uso, no. El escaso grosor indicaba que el material usado era muy resistente y la finura del trabajo parecía cosa de artesanía élfica.
Decidió que la naturaleza de esas cadenas podía ser un buen hilo del que tirar y le pidió a Margueritte que se sentara sobre la cama. Acto seguido, con delicadeza y esmero, espolvoreó con unos polvos oscuros los tobillos de la sacerdotisa. Luego aplicó papel absorbente sobre cada uno ellos. Sonrió al ver el resultado de tanto primor: Había obtenido un estupendo calco.
Con él pensaba acudir a los herreros que conocía, en busca de respuestas.
Tras informarle y obtener su aprobación para continuar con las pesquisas, dejó a la azorada sacerdotisa en la habitación, vistiéndose.
Bajó las escaleras en plena efervescencia mental. Tenía un complicado misterio por resolver. Y  los enigmas lograban que Valdor Skarth se sintiera agradablemente vivo.